Alfonso Jiménez Romero nació en 1931, en Morón de la Frontera.

En los años 70 y 80, llenaba los teatros de este país. Sus obras acumulaban premios, elogios, distinciones y giras. Por ejemplo, sus obras estuvieron meses en las carteleras de Madrid, de Barcelona.  Alfonso Jiménez se quedó a las puertas del mítico Estudio 1, de TVE. El irrepetible Miguel Gila le pidió los derechos de La Murga, para montarla en Buenos Aires. Miguel Rellán, uno de nuestros mejores actores, brilló en dos de sus piezas y le dirigió una tercera. Y, como él, Gerardo Malla, Amparo Valle, Loles León, Paco Algora y otros muchos frecuentaron al dramaturgo… Hoy día, para algunos, esto sería la gloria. Y, sin embargo, nada de esa pirotecnia lo embelesó. Él solo tenía una obsesión: volver al origen con su teatro.

Fue un pionero, un revolucionario: introdujo el flamenco en el teatro; cultivó géneros diversos y los mezcló con irreverencia; celebró, como pocos, el descaro de la cultura popular y, así, fue capaz de crear un mundo teatral propio, a medio camino entre la ceremonia barroca y la barraca de feria.

En agosto de 1995, Alfonso Jiménez murió. Apenas tenía 64 años. Demasiado pronto. Aunque, para entonces, su singular talento, su arrolladora libertad y su iconoclastia creativa habían catapultado, por un lado, al nuevo teatro español y, por el otro, habían cambiado, para siempre, la identidad del teatro andaluz contemporáneo, al que dotó de dignidad, orgullo y lenguaje.